martes, 22 de mayo de 2012

Hola. ¿Estás ahí?

Llamé a la puerta. Toc, toc, toc. Silencio al otro lado. Lo repetí: toc, toc, toc. Algo parecido a un gato maulló al otro lado de la puerta. Repetí de nuevo el proceso, esta vez con puñetazos. Nada. El silencio abrumador me martilleaba la cabeza, notaba como la sangre fluía por mis venas e hinchaba mis tímpanos. Por un momento dejé de escuchar las patadas que le estaba dando a la resquebrajada puerta de madera, y solamente oía mi espalda deslizándose por el dorso de ésta, y mis lágrimas suplicándole a "alguien" o a "algo" que parara de hacerme sufrir así, que se detuviera, que ya estaba bien. Encogí mis piernas desnudas y las plegué, posicionando mi cabeza entre ellas. Asi pasé como dos horas. El tiempo se detuvo, al igual que mi cerebro y mi cuerpo. Entré en un extraño estado de hibernación: dejé de llorar, los ojos me escocían pero al cabo del rato dejé de sentir ese desagradable picor, tenía los párpados cerrados como ventanas, tal vez intentando que la lluvia no entrara en mi casa, y que no tuviera que fregar el suelo del resto de sentimientos abandonados. Solamente mi corazón y mi respiración mantenían su curso.

Tic, tac, tic, tac, tic, tac. El reloj avanzaba, y yo mantenía su vaivén en mi cabeza. Me digné a mirarlo: eran las diez menos cuarto de la noche. Había oscurecido, él ya habría salido de su trabajo. Seguramente estuviera de fiesta ya, sin parar por casa; solía pasar en él, hacía cosas sin dar señales de vida, sin avisar a nadie. Para él cualquier signo de atadura era como un susto repentino en una película de terror: algo que sucedía de repente y que hacía que el resto de la película estuvieras alerta, expectante y esperando cualquier cosa. Claro, tener una novia para él era como si te apareciese de repente la niña del exorcista, estaba literalmente temblando de miedo solamente de pensar en la idea de enamorarse y de depender de una persona que no fuera él mismo. Pero, pensándolo bien, la culpa era mía, nunca debería haberme enamorado de él a sabiendas de que era lo peor para ambos, porque los dos sabíamos que esta relación no acabaría en buen puerto. Y allí me veía yo: sentada llorando en frente de la casa de un chico al que probablemente dejara aterrorizado en cuanto me viese, no solamente por el aspecto que tenía ese día, sino porque se le pasara por la cabeza la sola idea de que en un futuro acabásemos dependiendo el uno del otro. Sin embargo, no pensaba tirar la toalla. No quería. Todo el orgullo que me había tragado al venir a su casa lo estaba sacando en ese momento a la luz. El amor propio que tanto me había aterrorizado en mi pasado, aquel día era solamente una sombra que no se atrevió a correr por mi cerebro en un solo instante. Porque en ese momento todos los sentimientos me importaban lo mismo que a un niño de 10 años la política. Todos los sentimientos, excepto uno: el amor.

Din, don, din, don. Las campanas de la iglesia que se encontraba al lado del viejo apartamento del chico en la calle Borgo Stella marcaban que llevaba como unas cuatro horas allí, esperando. Había cabezeado como nueve veces, pero el frío suelo del pasillo me impedía conciliar bien el sueño. Estornudé. Me estaba poniendo mala. De repente, la puerta que se situaba en frente mía se abrió. Un chico de unos treinta años, un poco mayor que yo, se asomó en pijama.
-¿Que haces ahí? Vas a coger frío.
- Ya lo he cogido - me soné la nariz con la mano, después solté una sonrisa falsa.
- Pues ven, que estoy haciendo café. Seguro que te viene bien. No puedo dejarte ahi tirada.
- Debes ser el único... - dije entre dientes. No me oyó. La verdad es que tampoco quería que me oyese, había sido un pensamiento en alto sin importancia.

Pasé al interior de la casa. Vivía solo, era bombero y le habían echado ese mismo día del trabajo, nunca llegué a preguntarle por qué. Estaba en el mismo estado anímico que yo: de pena. Me preguntó por qué estaba tirada en frente de la casa de Leo, me dolió escuchar su nombre, y le contesté con un "Puf. Largo de explicar". Y no volvimos al tema, no preguntó siquiera.

Esa noche dormí en su cama, él en el sofá. A la noche siguiente también. Y así, poco a poco le fui conociendo, y me fui dando cuenta de la gran persona que había ante mí. Ya no me importaba Leo, él más bien nos miraba receloso cuando nos veía. Y así, poco a poco fui fundando una historia de amor junto a él.


Hoy en día, me sigo preguntando cómo pude sobrevivir tanto tiempo sin conocerle. 

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